AKTUALITATEA


| 2019-12-05 12:47:00

Markel Ormazabal (Concejal de EH Bildu de Donostia)

Un (nuevo) escándalo recorre Donostia: el escándalo de los bares de la Parte Vieja que cobran más a los turistas que a los locales. Todas las fuerzas de bien se han unido en santa cruzada para acosar a ese escándalo: el Ayuntamiento y la Diputación de Gipuzkoa, el Gobierno Vasco y el Instituto Vasco de Consumo (Kontsumobide), la asociación de empresarios de Hostelería Gipuzkoa, y a la cabeza de todos, el Diario Vasco.

La consejera de Turismo, Sonia Pérez, habló de “práctica no deseable y que, desde luego, se debe censurar”. El diputado de Turismo de Gipuzkoa, Imanol Lasa, aseguró que las conductas denunciadas son “completamente reprobables éticamente”. Incluso el alcalde Eneko Goia, después de insistir que la administración municipal carece de competencias para intervenir en este ámbito –no vaya a ser que alguien le exija pasar de las palabras a los hechos-, calificó lo sucedido de “absolutamente inaceptable”. Las ranas croan, los burros rebuznan, y mientras tanto, nosotros no salimos de nuestro asombro. Resulta difícil recordar algún asunto que, este último año, haya hecho correr tantos ríos de tinta como el de los precios. Obviamente, estas prácticas que tanto preocupan ahora se deberán corregir, pero cuestiones más acuciantes relacionados con la Parte Vieja, haberlas, haylas.

Y el asombro deviene en cabreo al constatar que una vez más nos toman por necios. O peor aún, nos quieren necios. Nos quieren entretener torpemente con el sensacionalismo, convirtiendo en noticia los detalles que menor importancia deberían tener para el alcance de lo señalado. Y lo que el dedo señala es que la Parte Vieja está pagando muy caro el éxito; es decir, el éxito turístico. Las instituciones no quieren ver el problema que les están mostrando los y las vecinas de la Parte Vieja, y se aferran a lo banal, buscando cualquier excusa para dilatar, cuando no ahondar, el problema. Y el problema, repetimos, es que el barrio agoniza.

Las políticas públicas que se están aplicando en el barrio reniegan de la necesidad de preservarlo como espacio de residencia y convivencia de sus residentes como objetivo prioritario. Así las cosas, en los últimos cuatro años, el tándem PNV/PSE lejos de priorizar la calidad de vida del vecindario, ha dejado hacer a los actores que contribuyen a la gentrificación y turistificación de la Parte Vieja. De hecho, solo dentro de este marco aprehenderemos la verdadera trascendencia de esta (nueva) “guerra de precios”; y más concretamente, en relación a la gentrificación comercial. El contexto coloca la forma frente al fondo, las apariencias frente a las realidades.

Entendida en un sentido lato, la gentrificación se refiere a los procesos de regeneración urbana que tienen como resultado el aumento del precio del suelo y el desplazamiento de poblaciones de menos ingresos de unos barrios a otros. No obstante, la naturaleza actual del fenómeno nos permite relacionarlo con otros fenómenos como, por ejemplo, la turistificación, que hace referencia al uso del espacio urbano por parte de los turistas y las transformaciones en la estructura residencial y comercial que les favorecen. En este sentido, cabe señalar que, por lo general, la turistificación y la gentrificación van de la mano y se refuerzan mutuamente. Ciertamente, el turismo urbano tiene una influencia cada vez mayor en los procesos de cambio de las ciudades, en cuanto los hábitos de consumo de los turistas afectan al espacio público y a la estructura comercial de los barrios. Es la gentrificación comercial: la transformación de la estructura productiva urbana por las nuevas actividades económicas al servicio de la población flotante. Y esto es, precisamente, lo que ha ocurrido en la Parte Vieja; pero podrían ser Gros, San Bartolomé, Egia…

La gentrificación comercial forma parte de los procesos generales de gentrificación, y como se advierte en el caso de la Parte Vieja, tiene dos causas principales: la diferencia en los hábitos de consumo de los nuevos clientes y el aumento de los precios del alquiler de los locales comerciales (Lisa Vollmer, 2019). La cuestión de los hábitos de consumo está relacionado con un cambio en el comportamiento turístico. El turista actual ya no se conforma con ver solo las “clásicas” atracciones turísticas de la ciudad, también quiere ver barrios en los que espera encontrar una experiencia “auténtica” de la vida urbana. Pues bien, en nuestra ciudad resulta que esa “experiencia” son los pintxos, y el recién creado Instituto del Pintxo Donostiarra es buena prueba de ello; dispositivo impulsado desde el Ayuntamiento para “poner en valor esta peculiar tradición gastronómica”, que según nos dicen, no solo es “reflejo de nuestra idiosincrasia y tradición”, sino que además y sobre todo “refuerza la marca de prestigio de San Sebastián”. Es la gastronomía como reclamo turístico, el “Welcome to The Culinary Nation”. Es el reclamo que tan gustosamente fortalece la iniciativa privada, como por ejemplo el portal de viajes Lonely Planet, que en agosto de 2018 otorgó a los pintxos de Donostia el título de “mejor experiencia gastronómica del mundo”, ahí es nada, y con una mención especial a la Parte Vieja, “donde es obligatorio seguir el recorrido por los bares y restaurantes más representativos de la capital”.

Ahora bien, un bar puede permitirse pagar un alquiler bastante más alto que, por ejemplo, una zapatería, por lo que el aumento del alquiler hace que los comercios necesarios para el día a día sean sustituidos por otras empresas, adecuadas a los nuevos patrones de consumo. En un barrio de apenas 6.000 habitantes hay más de 700 locales comerciales en activo, de las que 210 son establecimientos hosteleros (1 por cada 29 habitantes). Es decir, tres veces más comercio y seis veces más hostelería que en el resto de los barrios de Donostia, pero de las cuales más de la mitad están dirigidos al turismo, según denuncia la asociación vecinal Parte Zaharrean Bizi. Incluso el reportaje que destapó “el escándalo de los precios” señalaba que “el 80% de los consumidores de estos establecimientos en los meses de temporada alta son turistas y excursionistas”. Ciertamente, los nuevos locales reflejan las necesidades de consumo de los nuevos usuarios. Más aún, esta nueva estructura comercial trae consigo una estética propia, que rompe con lo antiguo, y que para los inversores funciona a modo de señal de que vale la pena invertir en ese barrio; por lo que la gentrificación comercial a la subida de precios de alquiler. Cuando los precios siguen subiendo, aquellos primeros inversores también tienen que marcharse, y al final, los únicos que pueden permitirse esos alquileres son las grandes cadenas y los grandes grupos empresariales.

Gran parte de estos establecimientos de la Parte Vieja están lejos de seguir considerándose “pequeño comercio”, ya que si bien la mayoría mantiene el nombre del negocio que le precedió, el capital tiende a concentrarse y lo mismo la propiedad. El “emprendedor por su cuenta” ha quedado fuera de juego y cada vez es más opaco el empresariado que compra ya no solo bares, sino edificios enteros. Que recientemente un grupo hostelero se haya hecho con la propiedad del clásico bar La Cueva y de paso con la propiedad del edificio de viviendas más antiguo de la Parte Vieja -único edificio residencial que quedo en pie tras la quema de la ciudad en 1813-, no parece tan relevante como el hecho de que se cobre más a turistas que a los locales. Cabe señalar que este grupo hostelero también gestiona parte de los bares denunciados en “la guerra de precios”. Casualidad o no, más bien nos situamos en el no, pero como quien manda es la ley de la oferta y la demanda pues…

En estos discursos la gentrificación se presenta como el desarrollo natural contra el que no se puede hacer nada. Sin embargo, la gentrificación no es inevitable. Podemos responsabilizar a los turistas de los males que padece el barrio, pero si la vivienda asequible está debidamente protegida y se protegen los comercios necesarios para el día a día, la turistificación no tiene por qué llevar a la gentrificación (aunque no se pueden obviar otros problemas derivados de este fenómeno). Detrás de estos procesos se esconden intereses concretos, y la estrategia de orientar el debate hacia la antinomia de odiar o no al turista, además de para adulterar y desenfocar el problema, les sirve para encubrir las responsabilidades políticas e institucionales en los cambios estructurales impuestos al barrio. Las instituciones, a su vez, complementan esta estrategia atacando cualquier atisbo de crítica a su modelo de ciudad y al modelo turístico, que como bien señalaba Parte Zaharrean Bizi, no tiene otro fin que el “de desinformar y proteger los intereses comerciales de esos lobbies a expensas del interés general del resto de la ciudadanía”.

El dinero que mueve el turismo no puede justificar todo y dejar a la ciudadanía indefensa. Los inversores globales y locales que priorizan la unidimensional tasa de ganancia frente a la rentabilidad social no van a abandonar sin más su “mina de oro”, lo que hace imperativo la actuación de la administración pública. Pero tampoco las políticas urbanas empresariales aplicadas durante décadas van a desaparecer de golpe de la administración, y por tanto, es imprescindible la autoorganización de los afectados. La realidad apremia promocionar procesos de cooperación en vez de la competencia; Donostia en general y la Parte Vieja en concreto urgen priorizar la satisfacción de necesidades frente a rendimientos financieros. Y es que imaginar una Donostia que transite hacia la sostenibilidad y la justicia social resulta indisociable de invertir las prioridades de la economía convencional.